Pilgrims’ Progress: insinuaciones de la alegoría en el Persiles y Segismunda de Cervantes1
B.W. Ife

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Obras citadas
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La ópera de Monteverdi Il ritorno d’Ulisse in patria, compuesta en 1640, empieza con un prólogo en el que, en palabras de un programa reciente, “la Fragilidad Humana, golpeada por el Tiempo, juguete de la voluble Fortuna, se queja de su vulnerabilidad ante estas grandes fuerzas”.2 No puede caber duda acerca del estatus alegórico de los cuatro personajes, L’Umana Fragilità, Tempo, Fortuna y Amore, mientras mantienen su debate. A menudo representados como “estatuas vivientes” del tipo que ha proliferado en los últimos años en los espacios abiertos de ciudades europeas, la ceremonia de su discurso se ve apuntalada por una tonalidad en la que prevalece el re menor, interrumpida sólo por breves excursiones a la dominante y por las cadencias en re mayor que concluyen el inicio de la sinfonía y sus tres repeticiones.

Pero el contraste con el Acto I que sigue no podría ser mayor, y la diferencia es subrayada por indicaciones en la partitura: “Finita la precedente sinfonia in tempo allegro, s’incomincia la seguente mesta, alla bassa” (Monteverdi, 2002: 12). La sinfonía con un tempo rápido da lugar a otra en los instrumentos de continuo, en escala en do menor, de tono triste y suave, y Penélope entra con un recitado que oscila cromáticamente en torno a un insistente mi bemol: “Di misera regina | non terminati mai dolenti affanni”. La escena evoluciona hacia una serie de llamamientos cada vez más desesperados a Ulises para que venga a casa: “Torna, torna, deh torna, torna, Ulisse” (13–14). Seguramente se dan pocas obras, del género que sea, que, como ésta, ofrezcan al espectador un espectáculo tan conmovedor al inicio de la representación.

La manipulación brillante que Monteverdi realiza de lo que son los planos metafórico y literal de la experiencia humana nos ofrece un ejemplo de amplia aplicación. Porque lo que es particularmente llamativo del uso de la alegoría en Monteverdi es que, habiendo establecido la estructura alegórica de la obra, ya no vuelve más sobre ella. Una vez que el prólogo se termina y que el Acto I se está desarrollando, el significado literal carga con todo el peso emocional. Durante el resto de la ópera los acontecimientos ilustran y corroboran la alegoría inicial, pero a la estructura moral e intelectual establecida en el prólogo no se la vuelve a mencionar de manera directa. Este acercamiento a la alegoría —“diré esto una vez, y solamente una vez”— puede ayudarnos a entender las maneras en que otros autores, como Cervantes, enfocan la relación entre lo literal y lo metafórico o figurado en sus obras.

No es raro que a uno le parezca mantener visiones contradictorias cuando trata textos cervantinos. Muy a menudo el lector se encuentra dividido entre la necesidad de responder al mismo tiempo a los continuos requerimientos emocionales de personajes y eventos concretos y a la sensación intensa de que estos personajes y eventos representan aspectos más universales de la experiencia humana. Esta tensión es especialmente aguda cuando, como ocurre a menudo en Cervantes, las circunstancias en las que los personajes se encuentran parecen dirigir al lector hacia una explicación o resolución sobrenatural. Dos ejemplos han causado al que esto escribe una dificultad particular. La fuerza de la sangre se ve frecuentemente sujeta a una variedad de lecturas no literales que por lo visto procuran evadir el sentimiento abrumador de injusticia que la lectura literal del texto produce. En Persiles y Segismunda, por otro lado, una lectura literal de la historia de Rutilio en el Libro I arroja discontinuidades cruciales que exigen una lectura figurada para no contradecir el compromiso cervantino con la verosimilitud de su texto. No hay, por supuesto, ninguna ley que exija coherencia en el lector o en el escritor, pero una reflexión sobre la evidente tensión que se da entre los planos literal y figurado en estos dos casos puede arrojar luz sobre la extensa meditación cervantina en torno a la relación entre lo universal y lo particular.

La fuerza de la sangre ilustra esta tensión de un modo excepcional, pues Cervantes parece querer provocar indignación en el lector desde el principio.3 Leocadia, la hija de una pobre familia de hidalgos de Toledo, es raptada por Rodolfo, hijo de un aristócrata. Éste la viola y la abandona en la calle. Ella da a luz un niño, Luisico, a quien cría como si fuera su primo. A Luisico un caballo lo derriba en la calle y lo llevan a una casa cercana para curarle. Leocadia reconoce la habitación como la misma en la que fue violada. Los padres de Rodolfo lo llaman para que vuelva de Italia, él se enamora de Leocadia cuando la ve de nuevo, y se casa con ella.

En general, ésta es la quintaesencia de todo argumento cervantino: empieza con la ruptura violenta de una armonía estable para correr como una flecha hacia la restauración de esa armonía. Los incidentes del argumento no hacen más que posponer lo inevitable, tanto como ayudan a que se produzca. En efecto, la gran economía de medios en La fuerza de la sangre, y la ausencia de cualquier argumento secundario que pueda estorbar la fuerza inevitable de su desenlace, aceleran la flecha en su camino y agudizan su impacto cuando alcanza el objetivo.

Además, Cervantes emplea con maestría varios trucos narrativos que fortalecen la estructura simétrica: el crucifijo que Leocadia se lleva del escenario del crimen (153; cf. 162, 163, 170), que simboliza el poder redentor de la sangre de Cristo y al mismo tiempo da testimonio de la veracidad de su relato; el retorno a la escena del crimen, producido por el accidente de Luisico en el cual, de nuevo, la sangre es tanto un detalle narrativo significativo como un símbolo potente de redención (158; cf. 171); el parecido físico entre Luisico y su padre, que llama la atención del padre de Rodolfo y de sus criados durante el dénouement (159, 161, 163); y los desmayos que le sobrevienen a Leocadia durante su violación (148–49) y de nuevo cuando se enfrenta a Rodolfo por segunda vez (167–68, y cf. el discurso de Leocadia, 170).

Necesitamos ponernos en guardia, sin embargo, contra cualquier lectura demasiado reductora sugerida por la simetría estructural subyacente en la historia, ya que este desenlace feliz no se alcanza sin un cierto grado de angustia que no encuentra parangón dentro de las Novelas ejemplares. La violencia de la violación de Leocadia y la aparente falta de remordimiento por parte del violador son sorprendentes desde cualquier punto de vista. Incluso la cínica violación que realiza el viejo Diego Carriazo a la madre de Costanza en La ilustra fregona no ofrece comparación con las páginas que inician La fuerza de la sangre. Cervantes prepara la escena con detalles convincentes: una familia regresa a casa después de pasar un día agradable en el río; cinco jóvenes gamberros, ricos y ociosos, “todos alegres y todos insolentes”, vienen merodeando por la calle abajo (148);4 miran con lascivia y sin respeto a las tres mujeres del grupo familiar; el anciano padre de Leocadia les reprende su insolencia para conseguir únicamente que vuelvan y se confabulen con el objeto de llevar a cabo el súbito deseo de Rodolfo de raptarla (148). Y más tarde, cuando Leocadia recobra la conciencia para descubrir que ha sido violada, Rodolfo responde a sus súplicas intentando violarla de nuevo (152). Pocos lectores podrán permanecer impasibles ante un episodio que es en esencia verosímil: la felicidad y la paz mental de personas decentes es pisoteada por una arrogancia inconsciente; una muchacha es violada brutalmente y abandonada después en la calle, con la flor de la juventud y la belleza destruidas, su familia caída en desgracia y toda su decencia en vergüenza. El episodio resulta —y esto es claramente intencionado— nauseabundo.

La indignación del lector se agravará con el final de la historia. Rodolfo se larga a Italia dejando a Leocadia y a su familia la tarea de conseguir recomponer las piezas de su vida. La verdad sale a la luz a través del accidente de Luisico, y la familia de Rodolfo demanda su vuelta a casa no, como podríamos haber esperado, para recibir un lenguaje rudo de su padre que le haga ver que debe asumir responsabilidades y realizar enmiendas. Al contrario, vuelve a casa para tomar parte en una de las más extrañas farsas que se puedan imaginar. Primero, su madre le juega un truco infantil mostrándole un retrato de una fulana fea con quien le han preparado el matrimonio (164–65); y cuando él objeta, saca a Leocadia de detrás de un tapiz durante la cena para que le ciegue, por segunda vez en su vida, la belleza de ésta (166–67). No se le requiere que muestre ningún remordimiento por el crimen que cometió contra Leocadia, ni él de su parte ofrece hacerlo. Cuando se casa con ella, lo hace por su elección, casi como si le premiaran más que le castigaran; de hecho, ni se espera ni se obtiene ningún castigo. El lector indignado podría argumentar que Rodolfo no sólo escapa con su crimen sino que además consigue un negocio ventajoso, una bella esposa.

La crítica de La fuerza de la sangre ha favorecido extraordinariamente lecturas figuradas como una manera de sortear estas dificultades. Estas aproximaciones las resume convenientemente Ruth El Saffar (1974: 128), definiendo la novela como una combinación abstracta de fuerzas inicialmente opuestas que finalmente se resuelven en una mayor unidad. Ray Calcraft (1981) basa su acercamiento en el argumento de El Saffar, mientras que Alban K. Forcione (1982) lleva adelante una sugerencia anterior de J.J. Allen (1968) de que existen paralelismos con la narrativa de milagros en general y con la vida de Santa Leocadia, patrona de Toledo, en particular. Ambos críticos, no obstante, hacen hincapié en la manera en que Cervantes, al usar la forma y estructura de la narrativa de milagros, seculariza el milagro de La fuerza de la sangre, ya que subraya el papel fundamental que juega la prudencia y discreción de Leocadia. Paul Lewis-Smith (1996) profundiza en este juicio, mostrando cómo la novela ilustra que la divina Providencia obra a través de la naturaleza más que a través de los milagros. Sólo en tiempos comparativamente recientes, críticos como Adriana Slaniceanu (1987) y Marcia Welles (1989) han cambiado el énfasis de lo figurado a lo literal, focalizando el papel de Leocadia y prestando más atención directa a las implicaciones de la violencia efectuada sobre ella.

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Para mí, el problema de La fuerza de la sangre es que provoca tal sensación de injusticia que sólo suprimiendo total o parcialmente el sentido literal a favor de una cierta lectura metafórica o simbólica se pueden reconciliar las fuerzas opuestas. Incluso una lectura tan persuasiva como la de Forcione (1982: 363) supone cierto elemento de justificación: “That Leocadia could love such an archetypal villain is quite implausible; it is in fact miraculous”. Muchos lectores pueden sentir que las interpretaciones figuradas o simbólicas, o el recurso a los milagros, ya sean o no secularizados, no les permite ser fieles a la indignación que experimentan cuando leen la historia, o descubrir dónde les conduce su enfado como críticos o intérpretes del texto. Pues la sensación de indignación es real, y es motivada por algo presente en el texto, y que Cervantes ha puesto ahí con un propósito. Reconocer esto no es negar que Dios pueda servirse del mal para conseguir el bien;5 es simplemente admitir que esta razón podría no ofrecer al lector ningún consuelo, ni evitarle que siga deseando que se produzca la venganza, que Rodolfo sufra como hizo sufrir a Leocadia, que derrame lágrimas de remordimiento, o al menos diga que lo siente.

En el caso de la historia de Rutilio del Libro I de Persiles y Segismunda, en cambio, parece ineludible un acercamiento exactamente opuesto: el episodio sólo adquiere sentido dentro del resto de la estética cervantina si es objeto de una lectura figurada.6 El contexto de esta extraordinaria narración la proporciona la destrucción de la isla Bárbara por el fuego (I.iv, 69–71). Mientras los refugiados huyen de la isla en llamas, situada en algún lugar cerca del Círculo Polar Ártico, se hace claro que estas latitudes nórdicas han sido habitadas por tres exiliados del Mediterráneo que han acabado juntos debido al desastre, y cada uno se ve obligado a contestar a la pregunta obvia: ¿qué haces aquí?

Mientras el viejo español Antonio se hace cargo del rescate de la isla principal, Rutilio, el italiano, trama la liberación de los prisioneros de la mazmorra de la isla prisión (I.iv, 69–70). El tercer evacuado, el portugués Manuel de Sosa Coitiño, aparece un poco más tarde. Antonio es el primero en contar su suerte (I.v–vi, 72–83). Su historia es quizás demasiado larga (Cloelia, la criada de Auristela, cae muerta mientras la cuenta, I.v, 78, y su esposa, la bárbara Costanza, se encarga diplomáticamente de la tercera parte de la narración para no cansar demasiado a los oyentes, I.vi, 82), pero de todos modos es bastante rutinaria para el género al que pertenece, pues implica disputas sobre el honor y los modales, espadas esgrimidas, sangre derramada, huida de las autoridades y múltiples naufragios.

Por azares de la suerte, resulta que también Rutilio se encuentra en la isla Bárbara como resultado de un naufragio (I.viii, 94). Salió de su base en Noruega para una expedición mercantil, pero el cómo había llegado hasta Noruega se trata de otra cuestión. Comienza su historia como un maestro de danza en Siena. Se enamora de una de sus alumnas, se esconde con ella y es sentenciado a muerte cuando el padre da con ellos y llama a las autoridades. Una bruja le rescata de la prisión llevándole en su capa. Cuatro horas más tarde (la exactitud cronológica es un detalle sutil) aterrizan en la semi-oscuridad de un país desconocido. Ella se convierte en un lobo, trata de seducirle, y él la mata. Al morir ella recupera su forma humana. Mientras él permanece mirando el cuerpo, preguntándose qué hacer, un paseante que habla italiano le da la bienvenida a Noruega (I.viii, 89–91).

La historia de Rutilio ha despertado relativamente poco interés entre los críticos. Alban K. Forcione (1970), Julio Baena (1996) y Maria Alberta Sacchetti (2001) no hablan de los elementos específicos del episodio, mientras que Diana de Armas Wilson (1991: 162–65) se concentra en la licantropía de la mujer lobo y, en otro estudio, Forcione (1972: 112–16) focaliza la experiencia de casi muerte del pecador. Ninguno de ellos tiene nada que decir sobre la escapada de Rutilio de la prisión ni sobre el hecho de que sea transportado en una capa mágica desde Italia a Noruega. Pero la pregunta permanece: ¿se espera que tomemos esta explicación literalmente, y cómo sabemos cuándo un significado figurado o literal es apropiado?

Es un punto de vista común el considerar Persiles y Segismunda como una alegoría, y esta tradición crítica tiene su expresión más completa en el estudio clásico que hace Forcione de este libro como una alegoría cristiana:

the quest of Periandro and Auristela reenacts the basic myth of Christianity: man in his fallen state must wander the sublunary world of disorder, suffering in the world of human history, and be reborn through expiation and Christ’s mercy [...] the symbolic implications of the protagonists’ journey have an important function, as they move from a realm menaced by war, an oppressive king, and the threat of sterility to the city which traditionally images the Kingdom of the Blessed. (Forcione, 1972: 32)

Sin duda es cierto que Persiles y Segismunda exhibe muchos de los aspectos clásicos de la narración alegórica. Los nombres de las disfrazadas personificaciones que son los personajes principales, Periandro y Auristela, subrayan fuertemente el simbolismo de un “hombre-errante” y de una “estrella dorada”. Los capítulos que inician los Libros I y II re-presentan ambos una escena de nacimiento que, de alguna forma, contradice la cronología de la narración in medias res. En el primer capítulo, Periandro es sacado con una soga de la mazmorra subterránea de la isla-prisión hacia la luz solar; su habla es ininteligible para los bárbaros que, como comadronas, limpian su rostro para revelar la belleza escondida detrás de la suciedad. En el comienzo del Libro II, los peregrinos sufren un segundo nacimiento cuando son liberados del casco de un barco volcado a través de los agujeros cortados por sus rescatadores. La isla Bárbara, situada en el límite mismo del mundo civilizado, habla por sí misma, como lo hace el fuego que la destruye y que da un nuevo impulso al viaje a Roma. Los peregrinos sufren constantes vicisitudes que estorban sus ambiciones, y el progreso geográfico desde los yermos de hielo del norte glacial hasta la familiaridad cálida del Mediterráneo subraya el movimiento esencialmente positivo desde la oscuridad a la luz.

Pero muchos aspectos de esta alegoría aparentemente cristiana son problemáticos. Como han señalado David Castillo y Nicholas Spadaccini (2000), el amor es el motivo principal de su viaje, y el peregrinaje queda como una especie de pretexto; la satisfacción de los amantes no puede darse sin la muerte del hermano mayor; su unión no implica un matrimonio religioso, y de hecho la iglesia y los curas aparecen muy poco en el Persiles; cuando llegan a Roma encuentran una ciudad caracterizada por el pecado y la corrupción; y la estructura de viaje de la novela se ve constantemente socavada por su inestabilidad genérica —el hilo narrativo se interrumpe una y otra vez por una multitud de narraciones interpoladas, muchas de las cuales derivan de todo el catálogo de la ficción europea coetánea—. Frustración, no cumplimiento, es el tono prevaleciente: “Todos deseaban, pero a ninguno se le cumplían sus deseos” (II.iv, 176).

Si el Persiles es una alegoría, se trata de una alegoría claramente diferente de la del otro clásico del género de peregrinos, The Pilgrim’s Progress, de John Bunyan. Este libro, al menos, cumple los criterios de Northrop Frye en su Anatomy of Criticism:

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We have actual allegory when a poet explicitly indicates the relationship of his images to examples and precepts, and so tries to indicate how a commentary on him should proceed. A writer is being allegorical whenever it is clear that he is saying “by this I also (allos) mean that”. (1957: 90, citado en Wilson, 1991: 49)

Una alegoría suele establecer una estructura claramente intelectual, en la cual las ideas se asocian con aspectos específicos de la narrativa, personas, lugares y cosas, de una manera sostenida y consistente. Pero, como señalan Scholes y Kellogg (1978: 109), hay consideraciones tanto estéticas como intelectuales en juego:

Though allegory demands a fairly consistent symbolism, which would seem to make it guilty of mere mechanism in its presentation of ideas, allegorical narrative in practice has often been anything but mechanical and simple-minded. Allegorical narrative is a mode of thought and a mode of story-telling, and there is inevitably a healthy tension between these two modes. One of the main qualities which differentiates narrative thought from other, “purer”, modes of thought is the inevitable interplay among the various attributes of a narrative work. The esthetic exigencies driving the author toward the provision of a satisfying shape for his tale will operate so as to modify and possibly enrich its intellectual content.

Pilgrim’s Progress ilustra muy bien la interacción entre estas dos maneras de crear una narrativa alegórica, y muchos aspectos de la alegoría de Bunyan derivan de la narración en vez de imponerse sobre ella. Las páginas del comienzo ofrecen una evocación brillante de lo que es, en efecto, un hombre que sufre un ataque de nervios, con todas las consecuencias que esto produce en su familia y amigos; los nombres de los personajes son personificaciones de atributos tanto como de ideas, que a veces adquieren la forma de adjetivos y adverbios en vez de nombres (Obstinate, Pliable, Faithful, Innocent). Aun si las personificaciones se reemplazaran por nombres ordinarios, tendríamos una narración perfectamente inteligible. No obstante, la dimensión alegórica de Pilgrim’s Progress está tan claramente señalada que es difícil no concluir que está sobredeterminada: en realidad, una lectura alegórica es la única opción plausible.

Diana de Armas Wilson muestra un recelo comprensible hacia cualquier lectura reductora de Persiles y Segismunda:

Casalduero’s allegorical exegesis of the Persiles, for instance, using orthodox Catholicism as its point of departure, proffers a reductive series of Baroque “this for that” allegories in a reading that multiplies, it would seem, precisely the kind of allegory that Cervantes was prone to ridicule. Identifying the group of pilgrims huddled in Antonio’s cave as the church of the Counter-Reformation is tantamount to revealing the true identity of this fountain or that sewer, as the pedantic guide to the Cave of Montesinos does with his alegorías in the Quixote (II.22). (Wilson, 1991: 51–52)

Cervantes, después de todo, era un aristotélico, y los aristotélicos estaban interesados en la mimesis, no en la alegoría. Cipión rechaza el “sentido alegórico” a favor del literal en El coloquio de los perros (Cervantes, 1982: III, 305). Diana de Armas Wilson propone entonces una distinción útil y apropiada entre la alegoría como manera de escritura y la alegoresis como método de interpretación. “The first tradition”, dice, consiste en narraciones “peopled by personifications and other similarly frozen agents moving about in a resonant world of language”; en la segunda tradición, en cambio, se trata de la interpretación discursiva o del comentario textual (Wilson, 1991: 53).

Parece claro que la alegoresis ofrece un acercamiento mejor a Persiles y Segismunda que una búsqueda convencional de equivalencias entre ideas y elementos narrativos o de personificación. Más bien a la manera de Monteverdi, Cervantes sugiere la posibilidad de una lectura alegórica y nos proporciona una estructura intelectual para ello, pero sin insistir en que la narración deba ser leída como una alegoría. Pistas como las de los nombres de Periandro y Auristela son una señal, pero durante largos fragmentos de su trabajo Cervantes está satisfecho con dejar que el sentido literal ocupe el primer plano. Sin embargo, Cervantes, a diferencia de Monteverdi, no confina la estructura sustentadora a un prólogo separado; de tiempo en tiempo, la posibilidad de una lectura alegórica recibe un impulso fresco con la aparición de nuevos personajes, situaciones e ideas o por la sutil reaserción de correspondencias con episodios más tempranos.

El ejemplo de la narración de Rutilio muestra cómo Cervantes proporciona pistas de vez en cuando para que una lectura alegórica sea posible, aconsejable e incluso esencial. En el caso de Rutilio la pista proviene de una discontinuidad o pliegue en la narración superficial —discontinuidad que bien podría ser única en la obra de Cervantes, en el sentido de que no puede reconciliarse con su constante compromiso con la verosimilitud—.

Un hombre nos dice que voló de Siena a Noruega en cuatro horas en la capa de una bruja. ¿Le creemos o no? ¿Podemos leer literalmente una ficción que contiene cosas que no son posibles, cosas como brujas, licantropía y viajes aéreos en capas? La teoría coetánea de lo maravilloso podría permitirnos leer la historia de Rutilio literalmente, pues permitía que las formas más espectaculares de lo maravilloso se adoptaran de varias maneras: la ficción imposible podía ser intencionadamente alegórica o simbólica (Riley, 1962: 186–87); los sucesos sobrenaturales podían localizarse en lugares lejanos (189–91); éstos podían presentarse como coherentes con la creencia popular o con el contexto intelectual de la época (191–92); o podían ser atribuidos a un narrador intermedio a quien podemos elegir si creer o no (192).

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Incluso cuando trata lo sobrenatural Cervantes pone cuidado en salvaguardar su ficción (Riley, 1962: 198): “esto es lo que se dice en este manuscrito árabe”, etc. En el caso de Rutilio, se dan ciertamente rodeos de este estilo. Cuando a Rutilio se le pide que cuente su historia él acepta, “aunque temo que por ser mis desgracias tantas, tan nuevas y tan extraordinarias, no me habéis de dar crédito alguno”. No pasa nada, responde Periandro: “En las que a nosotros nos han sucedido, nos hemos ensayado y dispuesto a creer cuantas nos contaren, puesto que tengan más de lo imposible que de lo verdadero” (I.vii, 88). ¿Esto le da a Rutilio licencia para mentir? Es posible, pero él ciertamente llegó a Noruega de alguna forma, y no hay evidencia en el texto de que haya usado algún otro medio de transporte.

Para Riley, el asunto es sencillo. El comportamiento de Rutilio en el pasado es un indicador de su naturaleza poco fiable, pues Cervantes pone cuidado en mostrar que el personaje del narrador no era tal como para inspirar confianza; la duda rodea la integridad de Rutilio, y la posibilidad de que sea un mentiroso se deja bastante abierta (192). Pero esto apenas constituye una evidencia convincente. El que Rutilio seduzca a su alumna de danza, aunque sea reprehensible, se expía por su exilio y su rescate generoso de otros hombres de la isla Bárbara.7 El comportamiento de juventud de Antonio fue al menos igual de reprensible, pero nadie concluye que esto le haga resultar poco fidedigno: prolijo, quizás, pero no indigno de confianza. Y aun más, es difícil descubrir cómo Cervantes “pone cuidado” en minar nuestra confianza en Rutilio, teniendo en cuenta la manera en que lo hace con otros narradores no veraces como Campuzano o Cide Hamete Benengeli.

¿Qué diremos, entonces, de la creencia popular? ¿Ayuda ésta a incorporar las formas más extremas de lo maravilloso representadas en la historia de Rutilio? Hay tres dificultades por superar: la licantropía, la brujería y la huida aérea. La primera de éstas es también un rasgo de la historia de Antonio (I.v), al menos en el sentido de que el lobo que le aconseja recalar en otra parte podría ser racionalizado como un ser humano que se ha convertido en un lobo.8 La brujería y su tradición asociada de huidas aéreas constituían también tópicos en la mente del pueblo. Pero es importante notar las negativas prominentes que Cervantes pone en el texto. Después de que Rutilio mata al lobo/bruja, su guía compatriota rechaza toda la historia como asunto del Demonio:

destas maléficas hechiceras [...] hay mucha abundancia en estas septentrionales partes. Cuéntase dellas que se convierten en lobos [...]. Cómo esto pueda ser yo lo ignoro, y como cristiano que soy católico no lo creo. Pero la esperiencia me muestra lo contrario. Lo que puedo alcanzar es, que todas estas transformaciones son ilusiones del demonio, y permisión de Dios y castigo de los abominables pecados deste maldito género de gente. (I.viii, 92)

No se puede desear un rechazo más completo, aun cuando se admita la creencia popular en la licantropía y en la brujería. Pero el personaje cuidadosamente restringe su discurso a “estas septentrionales partes”, y no tiene nada que decir sobre el viaje aéreo. La mención de las latitudes nórdicas es significativa porque nos recuerda que las maravillas que ocurren en lugares distantes pueden ser desechadas como algo que cae fuera del marco civilizado de referencia; pero al mismo tiempo subraya la principal dificultad del cuento de Rutilio, que es que la implausibilidad más sustancial tiene lugar en el corazón del mundo mediterráneo, en Italia.

Así pues, es posible que la historia de Rutilio sea un escamoteo inteligente que usa una implausibilidad menor para enmascarar otra mayor. En la práctica, las tres implausibilidades están sutilmente divididas en dos grupos: la licantropía y la brujería se localizan en el universo de lo exótico, y el viaje aéreo se sitúa en una modalidad propia.9 Siguiendo unas maneras muy suyas, Cervantes envuelve un milagro dentro de un misterio, y espera que, proporcionando alguna racionalización del último, el primero salga impune.10 De cualquier forma que se la mire, la explicación de Rutilio de cómo llegó a Noruega no puede ser fácilmente justificable o convincente.

Cervantes pudo, no obstante, habernos dado una pista en un paralelismo bíblico que parece subyacer en el episodio. Como se ha dicho antes, Alban K. Forcione (1982: 329) llama la atención sobre las similitudes estructurales que se dan entre las narraciones milagrosas y la novela. Ambas tienen argumentos cíclicos, pero el milagro se distingue por el hecho de que el énfasis se sitúa menos en la actuación de los protagonistas, que son “usually helpless, quite unheroic, and frequently even fallen”, y más en la intervención divina. Los beneficiarios de los milagros son sujetos pasivos antes que actantes, su liberación es una celebración del poder de la Gracia más que la reivindicación de la virtud particular que posean, y el significado de la situación en la que se ven envueltos hay que buscarla en la importancia del suceso único y central antes que en la naturaleza ejemplar de sus actos. Forcione concluye que, “with the possible exception of El coloquio de los perros, the Persiles is Cervantes’s most powerful expression of the mentality implicit in the traditional miracle” (331), aunque no incluye la narración de Rutilio en su discusión.

De hecho, muchos aspectos de la liberación de Rutilio sugieren que entramos en el campo de lo milagroso, y no lo indica menos el hecho de que el episodio nos haga rememorar tres paralelismos bíblicos: la escapada milagrosa de Daniel del foso de los leones (Dn 6.22–23); el rescate de los apóstoles por el ángel del Señor que durante la noche les abre las puertas de la prisión y les saca (Hch 5.19); y la liberación de San Pedro (Hch 12.3–12), que de muchas maneras recuerda particularmente la de Rutilio. Ambas historias tienen en común que suceden por la noche, los guardias están dormidos, hay una intervención sobrenatural y se quitan de golpe las cadenas; la referencia repetida a los pies y al manto llama la atención, como también lo es la confusión que caracteriza a la comprensión de ambos prisioneros de lo que les está sucediendo.11

Rutilio dice que tomó a su redentor más por un ángel que por una bruja, pero una vez que siente que el manto se levanta en el aire comienza a resistirse: “como cristiano bien enseñado, tenía por burla todas estas hechicerías —como es razón que se tengan” (I.viii, 90). Mas su descreimiento no le impide realizar la huida. Lo que tenemos, entonces, es algo que tiene la forma y la apariencia de un milagro pero que es diabólico en origen. El problema es que, aunque Dios pueda permitir a los hombres creer en brujas como un castigo por sus “abominables pecados” (I.viii, 92), Cervantes no nos ha proporcionado ninguna explicación alternativa de cómo Rutilio consiguió llegar de Siena a Noruega. El testimonio de Rutilio es con lo único con lo que podemos contar.

A estas alturas nos habremos dado cuenta de que Cervantes está tratando algo más que un simple modo de viajar. Nos está conduciendo hacia la apreciación de algo más fundamental. La historia de Rutilio es milagrosa en la forma, pero no es un milagro en sentido religioso. Ya que es la única explicación que se nos da, no tenemos otra opción que aceptarla. Pero el milagro no se encuentra en el viaje, sino en cómo se cuenta y se escucha. La historia de Rutilio es, en los términos de Austin (1962) y Searle (1969), un acto de habla performativa, un acto que produce la realidad que describe.12 De hecho, existen al menos tres discursos performativos encadenados, los del narrador, Rutilio, y la bruja, cada uno de los cuales crea sus propias referencias e ilustra que la veracidad es una propiedad de la enunciación, no un estado de los hechos, y que la literatura es un proyecto en colaboración en el que “the author needs the compliance of the reader” (Riley, 1962: 194).

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Así que llegamos, para completar el círculo, a la conclusión de que en la historia de Rutilio Cervantes nos ha ofrecido una alegoría del escritor, el lector y el proceso narrativo; del autor y el público como colaboradores, del pacto narrativo que existe entre ellos, y de cómo el narrador lleva a cabo su labor principal de persuadir a los que le escuchan para que crean cosas que, en el ordinario curso de la vida, no creerían. Campuzano y Peralta proporcionan un modelo similar de realización del pacto narrativo en el interludio entre El casamiento engañoso y El coloquio de los perros; durante éste, a pesar de hacer frecuentes concesiones al hecho de que los perros no pueden hablar, Campuzano se las arregla para que Peralta conceda que, si se dan ciertas condiciones, sería posible (Cervantes, 1982: III, 235–38; véase Ife, 1985: 59–61).

Igualmente, aunque debamos ser apropiadamente escépticos en cuanto a la huida aérea de Rutilio, hay que decir que su tarea, y la de Cervantes, será ayudarnos a superar nuestro descreimiento. Los cumplidos que la bruja dirige a Rutilio para que salga de la prisión y se confíe a su capa tienen su contrapartida con los que Cervantes dirige con su magia al lector. La bruja pone una vara en la mano de Rutilio y le dice que la siga. “Turbéme algún tanto”, dice, “pero como el interés era tan grande, moví los pies para seguirla, y hallélos sin grillos y sin cadenas, y las puertas de toda la prisión de par en par abiertas, y los prisioneros y guardas en profundísimo sueño sepultados” (I.viii, 90).

Una vez en la calle, ella estira su manto y le dice que lo pise. Él se resiste, ella le dice que olvide sus “devociones”; él trata de resistirse de nuevo, pero su miedo a la muerte le sobrepasa; pisa dentro la capa y ésta se eleva en el aire. “En resolución, cerré los ojos y dejéme llevar de los diablos” (I.viii, 90). Quizás también nosotros, como lectores, aferrados a nuestras “devociones”, a nuestra certidumbre sobre lo que es posible y lo que deja de serlo, tengamos que superar nuestros miedos y depositar nuestra confianza en otro tipo de brujería, practicada por un viejo y astuto demonio llamado Cervantes. Este viejo demonio parece decirnos, “confía en mí, te llevaré de A a B y tú apenas te darás cuenta de que estás volando”. Y nos trasladará de la manera más suave posible, como a Rutilio, “al crepúsculo del día en una tierra no conocida” (I.viii, 90).

Si este episodio es una alegoría del pacto narrativo, como creo, se encuentra lejos de estar sobredeterminada. La alegoría es sugerida de la más sutil de las maneras, por una alusión velada a un texto de mayor autoridad; pero también se emplean rupturas claras de la verosimilitud para apuntar a misterios mayores y más profundos. Es bastante común dejarse llevar por el hilo del significado literal de la narración de Rutilio. La mayoría de los lectores lo hacen, y cada uno de los críticos que han escrito sobre Persiles y Segismunda así ha actuado. De alguna forma, éste es un logro del atrevimiento de Rutilio: lanza el truco, y te crees lo que dice o fracasa. Darse cuenta de que hemos mordido el anzuelo y descubrir entonces cómo ha sucedido es quizás llegar a la combinación más sutil de alegoría y alegoresis. La narración de Rutilio es un texto figurado que sólo se transforma en figurado cuando el significado literal ha logrado hacer funcionar su magia.

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Guildhall School of Music and Drama, London
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Obras citadas

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Footnotes
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1. layout text Traducido por Rebeca Sanmartín Bastida.
2. layout text Traducción de una nota del programa de la representación de Il ritorno d’Ulisse in patria que tuvo lugar en Shakespeare’s Globe, Londres, 25 de agosto de 2003.
3. layout text Novela de la fuerza de la sangre, en Cervantes, 1982: II, 145–71. El argumento de los párrafos siguientes se desarrolla con más detalle en Ife & Darby (en prensa).
4. layout text Howe (1994: 67) señala de pasada que Rodolfo y sus amigos van a caballo. Aunque esto no se explicita en el texto, parece implícito por el uso de la palabra “caballero” en su sentido de “hombre que monta a caballo”. Un Rodolfo a caballo hace el rápido rapto más plausible, y también permite establecer un paralelismo entre el rapto de Leocadia, realizado por un jinete sobre un caminante, y el accidente de Luisico, derrumbado por un caballo cuando cruza la calle para conseguir una mejor panorámica de una carrera.
5. layout text Según Lewis-Smith (1996: 886), “Cervantes places special emphasis on the marvellous and paradoxical truth that Providence works through evil”.
6. layout text Los trabajos de Persiles y Sigismunda, I.viii–ix, en Cervantes, 1969: 88–95; todas las referencias al texto se dan por libro, capítulo, y página de esta edición. Trato la historia de Rutilio con mayor extensión y en más detalle en Ife (2004a); véase también Ife (2004b).
7. layout text Rutilio nos dice que fue puesto “en la prisión con los ya condenados a ella por otros delitos no tan honrados como el mío” (I.viii, 89).
8. layout text Compárese el origen de los perros parlantes Cipión y Berganza en El coloquio de los perros (Cervantes 1982: III, 236–38). Aunque la creencia en la licantropía estaba bastante divulgada en la Europa de inicios de la Edad Moderna, Cervantes pudo haber tomado la referencia de Olaus Magnus, Historia de gentibus septentrionalibus (Roma, 1555); véase Cervantes (1969: 91 n53).
9. layout text “Cervantes’s use of the age-old device of remoteness, which he used not for justifying the totally impossible but as an aid to making the extraordinary credible, was recognized epic procedure” (Riley, 1962: 190).
10. layout text Después de exponer dudas al principio del “estraño suceso” en II.ii, 162 (“Parece que el volcar de la nave volcó, o por mejor decir, turbó el juicio del autor desta historia, porque a este segundo capítulo le dio cuatro o cinco principios, casi como dudando qué fin en él tomaría”), se afirma, “no se ha de tener a milagro, sino a misterio” (163–64). Es notable que, en el episodio de Rutilio, Wilson (1991: 162–65) y Forcione (1972: 112–16) discutan otros aspectos, pero no hagan ningún comentario sobre la huida aérea.
11. layout text Compárese Hch 12.6–11 (“Pedro [...] dormía entre dos soldados, sujeto con dos cadenas. Unos guardias vigilaban la entrada de la cárcel. De repente apareció un ángel del Señor y [...] le dijo: ‘¡Date prisa, levántate!’ Las cadenas cayeron de las manos de Pedro. Le dijo además el ángel: ‘Vístete y cálzate las sandalias’. Así lo hizo, y el ángel añadió: ‘Échate la capa encima y sígueme’. Pedro salió tras él, pero no sabía si realmente estaba sucediendo lo que el ángel hacía. Le parecía que se trataba de una visión. Pasaron por la primera y la segunda guardia, y llegaron al portón de hierro que daba a la ciudad. El portón se les abrió por sí solo, y salieron. [...] Entonces Pedro volvió en sí y se dijo: ‘Ahora estoy completamente seguro de que el Señor ha enviado a su ángel para librarme’”) con las siguientes frases de la narración de Rutilio (I.viii, 89–90): “viéndome yo atado [...] ella rompería las cadenas y los cepos”; “túvela [...] por ángel que enviaba el cielo para mi remedio”; “hallélos [los pies] sin grillos y sin cadenas, y las puertas de toda la prisión de par en par abiertas, y los prisioneros y guardas en profundísimo sueño sepultados”; “tendió en el suelo mi guiadora un manto, y mandóme que pusiese los pies en él”.
12. layout text Véase también Pratt (1977). La teoría del habla performativa o realizativa no está de moda desde los años ochenta, pero la noción de que la ficción es una forma especial de performatividad puede todavía ser útil cuando se tratan los problemas de la credibilidad en la ficción.
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